Historias de boñigas

Cacas lindas

Es un animal como los de antes, grandote. Y la caca ¡Ni te cuento! Era para escalar. Cachilo, se llama, y caga todo el tiempo, haciendo montones como pequeños edificios. Por momentos pienso que debajo de sus axilas, cubiertas de esas pelusa que contribuye con la acumulación de mugre en los rincones de la casa, podría ser el tapizado de algún auto de alta gama, pero no, es pelusa de axila.
Le conté todo esto a mis amigos, para que me ayuden a controlar a la bestia. Pero nadie me creyó y, en cambio, me dijeron que era un drogradicto y que deje el charuto. Decidí dejarme de cachivachear con el perro, y procedí a regalárselo a una vecina, Margarita. Ahora sí, sin perro, ni caca, ni pelusa, ya sé lo que es la libertad. Pero realmente extraño prestidigitar en el piano las canciones que le componía y que él ladre al compás.
Pero, como la vecina tiene un portón, y el perro tiene la llave, a veces por la tarde viene a visitarnos y al escuchar ese inconfundible “hola”, me pongo a tocar el piano otra vez.
Pero claro, de tanto en tanto, lo encierran en la terraza, y desde ese mirador me ladra, mientras intento adivinar si, entre esos ladridos, dibuja nuevas palabras. Finalmente, me vecina decidió mudarse, y se llevó con ella a cachilo. Me dí cuenta cuánto lo extrañaba y el enorme error que cometí al darlo. Me encerré a llorar al grito de ¡soy tremendo paparulo!
Uy, ¡qué triste es la vida sin Cachilo!


Cacas feas

Resulta asqueroso tener que quitar la caca de perro de los zapatos, por ir distraído al caminar. Porque después tenés que escuchar Oh! Uau! qué olor. Pero sería, sin lugar a dudas, una epopeya de dimensiones bíblicas, realizar tamaña tarea de higiene, si no tuviera esa música.
¡El perro que me cagó es un cínico!, pensé.
Su caca era minimalista, parecía una obra de arte contemporáneo. Por lo menos, eso me dijo el chico dueño del perro, después de acercarse al grito de “este sorete es mío”. ¡Y esta orina también! le grité enojado al patotero mientras le meaba la vereda.
Era un perro un tanto saltarín, así que me meó todas las zapatillas también. El abominable menjunje orgánico que habitaba bajo mis pies, tomó la consistencia de un puré de papas, cosa que arruinó mis planes de cena y me llevó a pedir, horas después una convencional (y sólida) pizza.
Mientras cenaba y recordaba la escena, decidí hacerle una denuncia formal al dueño del perro. Supe que el perro se llamaba “Epíteto”, y decidí escribirle una carta. Como todas las cartas, o mejor dicho, como lo hacen las personas que prueban un micrófono, escribí “Hola”, y no supe con qué continuar.

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