El bosque huele a mojado, a hongos, a cosas que se pudren


Un olor dulce y pesado, que igual me gusta. Lo que me molesta son los sonidos. Aquellos que son casi imperceptibles, pero constantes, ramas que crujen, se rozan y quiebran, las hojas golpeando el viento, pequeñas muchas patitas, alitas, antenitas; millones de ojos en algún diminuto escondite. Esperando.
Si me quedara quieto una enredadera me comería, sigilosa, tan de a poquitamente veloz que no podría darme cuenta. Una araña anidaría en mis cabellos y las serpientes delgadas saldrían de entre la humedad para recorrerme el cuerpo entero, zigzagueantes.
Llegando al claro, hay un refugio. Una pared (una sola pared) de piedra amontonada, y un techo de ramas, sostenido por dos palos. No es mucha la protección que da contra las alimañas, pero de noche es bueno tener algo que me cubra la cabeza. Y es el último refugio ese, y el último claro que hay en el bosque, porque después el bosque sigue y sigue, y no hay nadie que yo conozca que haya encontrado el final.
Ya ni siquiera puedo volver al principio, di demasiadas vueltas. Todos los árboles me parecen iguales, todas las huellas parecen mías. Tendré que morir acá. Morir una mañana con el cuerpo hinchado, mirando el cielo con ojos vacíos, la piel desnuda llena de ampollas viscosas cocinando líquidos ácidos, las venas duras, sobresaliendo, y un enorme agujero en la panza.

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