Chapeaux


En cada casa hay un sombrero, de eso estoy completamente seguro. No conozco la simetría de por qué esto es así, pero sí de su veracidad casi casi científica, comprobable. En mi propia casa hay cuatro; ninguno de ellos, actualmente, funciona sistemáticamente. Quiero decir, no es que nadie los usa, o deseara hacerlo, sino que el deterioro se ha aprovechado de ellos, resumiéndolos en dos: el que no está roto está humedecido. Todos, sin embargo, cumplen alguna función, bien en los juegos de los más chicos, bien con usos no tan sombreriles, como el  de paja, que tapa con gracia y distinción una mancha en la pared  color bordó; mientras el de pana bien nos sirve para llevar a cabo los sorteos familiares, causa de revuelo y ambición, pero es el único modo eficaz para colaborar en la solución de cada tarea hogareña, tal como lo hacía el dueño de tan elegante prenda varonil. Con el sombrero Panamá, que era del abuelo, ocurre algo curioso; los chicos lo usan con preferencia en sus juegos, pero rara vez como sombrero. Suele ser bandeja, escudo, plato volador, frutero, asiento eyectable o volante de auto. Por lo mismo, está a la vez roto y humedecido. Únicamente este que encontré en el galpón del consorcio, podría llevarse a alguna ocasión no muy refinada, el cumpleaños de Tía Yiyi o, glamorosamente, en esas fiestas medio alocadas que hace para fin de año Rita, en donde todos están un poco disfrazados. De todos modos, ninguno tiraría a la basura a estos bellos accesorios, que aunque mordisqueados, agujereados, siempre están disponibles cuando uno los necesita, en este siglo o en el próximo cuando jineteen sobre ellos las nuevas generaciones, siempre con mejor disposición  para el reciclaje. Habrá que conservarlos, en cajas y envoltorios con nastalina, pero quién puede resistirse a colgarlos de clavos huérfanos, arrojarlos al aire, oler su tapizado polvoriento y restregarlos contra mejillas paspadas de urticaria.

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